Sinaloa. En el día 45, Mirna tuvo que dejar en la guardería al pequeño y frágil Roberto, quien miraba a su madre a los ojos como intentando convencerla de que le permitiera quedarse un ratito más en sus brazos.
Su deber como maestra de preescolar le llamaba a retornar a clases a los 45 días después del parto y, para esto, había que separarse por unas horas de su bebé, tan deseado y esperado desde hacía años.
Mirna se casó ni quinceañera y debió esperar seis largos años para poder encargar. Durante el delicado embarazo, la mujer sufrió amenazas de aborto; “pero siempre le pedí a Dios que me lo dejara” y cuando por fin nació su hijo, prometió jamás separarse de él.
El primer día de guardería, tres veces se regresó por Robertito, sin embargo sus obligaciones en el sector educativo privado la devolvían al salón.
En esos primeros meses la madre acudía cada tres horas a la guardería, ubicada en la misma calle que su trabajo, para amamantar a su criatura. Se creó tal lazo afectivo, que el niño dejó el pecho materno sólo hasta que sopló las seis velitas del pastel de cumpleaños y cuando pronto la cigüeña anunciaría la llegada de un hermanito, Diego.
Más que madre e hijo, Mirna y Roberto eran amigos, cómplices, compañeros de la vida. El niño después cursó el kínder, la primaria, la secundaria, siempre cerca de su madre que le matriculó en escuelas cercanas a su centro de trabajo.
Mirna atesoró de su hijo el primer diente que mudó, un mechón del cabello, la foto en la que le amamanta… y los recuerdos: “era muy chipilón, llorón. ‘La Chilindrina’ le llamaban por llorón”.
A los 10 años Roberto aprendió a conducir un vehículo y a los 15 tuvo que aprender a conducir su vida porque, apenas iniciando la preparatoria, supo que sería padre. Se casó joven y de esa relación nació su primera hija.
Roberto y Diego fueron niños privilegiados. En la casa paterna se amontonaban los juguetes Fisher Price y Playskool. Ambos miraban las caricaturas, pero en cuestión de películas, el hermano mayor prefería las de blanco y negro, de Cantinflas, de La India María.
En esa época sus papás se habían separado y la vida se complicó porque Mirna e hijos tuvieron que cambiar de ciudad, de muebles y hasta de amigos.
La desdicha se mudó con ellos a ese su nuevo hogar: al poco tiempo murió la abuela materna y luego, a la fuerte Mirna, de 40 años, le fue diagnosticado cáncer de mama.
La mujer, que para entonces se había retirado de las aulas, siguió su vida. La enfermedad le restó muchos kilos pero no el ánimo. Iba y venía a las quimioterapias que le arrebataron el cabello pero no la vanidad, que siempre tuvo a las pelucas como aliadas.
Al final, Mirna ganó la batalla y, el 28 de junio de 2014, recibió el alta médica. Los senos, símbolo de su feminidad y otrora alimento de su Robertito, resistieron la prolongada embestida de cinco años del cáncer.
Sin embargo, la prueba más grande de su vida llegaría en breve.
Un par de semanas después, el 14 de julio, Roberto desapareció. Testigos narran que el muchacho de 21 años recién cumplidos subió a una camioneta negra frente a la gasolinera en el acceso de la cabecera municipal de El Fuerte, donde se ganaba la vida vendiendo accesorios y discos, por esto le llamaban “El Chacharitas”.
No se sabe más de él.
Ese y los siguientes días, con el afán de encontrar a su hijo, Mirna Nereida Medina Quiñónez tocó todas las puertas posibles, apeló a la solidaridad de funcionarios de gobierno, del propio alcalde Marco Vinicio Galaviz, pero fue en vano.
Horas interminables en la Procuraduría de Justicia pidiendo que la Policía saliera a buscar a su hijo fueron sólo pérdida de tiempo, hasta que un día un policía ministerial le habló claro: “nosotros no buscamos a desaparecidos, los encuentran leñadores, vaqueros, y nos avisan”. La madre quedó helada pero no inmóvil.
Junto a su familia, buscó en todo El Fuerte, ese pueblo donde las personas desaparecen como por arte de magia. Y ni rastro de Roberto.
En la búsqueda, en el ir y venir a las instituciones judiciales, se encontró a Reyna Serna y a Karla Gómez, madre y hermana, respectivamente, de Alejandro López Serna y Arnoldo Gómez Soto, también desaparecidos en esas fechas.
La impotencia por la indolencia gubernamental y la abrasante pena por el paradero incierto de sus seres queridos unieron a estas tres mujeres. Así, el 12 de septiembre de 2014 fundaron el Grupo de Desaparecidos de El Fuerte, que al mes de abril de 2016 sumaba poco más de 120 integrantes tanto de El Fuerte como de Ahome, Sinaloa municipio, Guasave, Mocorito y Salvador Alvarado.
La mayoría, mujeres; la mayoría, madres que buscan a sus hijos; la mayoría, familias sin recursos económicos que, en su desesperación y angustia, con palas y “güingos” en manos recorren los montes, las faldas de los cerros, las orillas de los canales y las carreteras en los municipios de El Fuerte y Ahome, en busca de lo que los demás llaman osamentas y ellas prefieren llamar “tesoros”.
Por Denisse Miranda/periodista freelancer
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